Le decían Valijita.
Nunca supe porqué. Traía una valija, como todos. Quizás fuera la forma de sostenerla, como si llevara algo especial dentro. Una bomba. Cartas de amor. Pruebas comprometedoras.
En el secundario uno aprende a sobrevivir. Se viene todo encima: el mundo, los sueños, el sexo y los ideales, el temor y la vida. Uno se viene a sí mismo encima, ese que vamos a ser, ese que no seremos nunca.
Y encima el parcial de mañana.
Le decían Valijita y siempre se hacía el distraído. Lo cierto es que oía y veía. Y callaba.
Valijita era homosexual. Nunca supe su nombre. Era el marginal, el otro, ese fenómeno ridículo y digno de la doble maldición del escarnio y la lástima.
Lo cierto es que en ese momento de la vida todos somos un caso. Ser diferentes es nuestro orgullo y nuestra vergüenza, y oscilamos permanentemente entre ser parte del grupo y ser ese que no sabemos aún de quién se trata. Remarcamos los rasgos en un esfuerzo de afirmación, y ese esfuerzo muchas veces conlleva el escarnio del otro como forma de exorcizar nuestros fantasmas.
A Valijita no lo fajaban ni lo insultaban, los tiempos ciertamente no daban como para eso. Pero lo cierto es que Valijita no podía de ninguna manera acercarse a "nosotros". Entre "nosotros" posiblemente hubiera algún homosexual o futuro homosexual frecuente o esporádico o diverso, platónico o carnal, pero quien fuera podía hacer algo que Valijita no: disimularlo.
No es que le pegaran. Ni siquiera le hacían bromas. Ni siquiera le daban la posibilidad de contestar una piña o un insulto. Era el vacío. El chiste del puto. No era culpa nuestra, sencillamente el mundo está hecho así, viste. Pobre. Son enfermos. Es que nacieron con hormonas femeninas. Es psicológico, boló. Yo no me le acerco. Cuidado no te agachés. Ja ja ja. Boló, corré que ahí viene.
Entiéndase, era una cuestión de standards sociales. No éramos prejuiciosos, no lo odiábamos. En aquel momento prejuicioso era, qué se yo, un neonazi, unos que fueran en banda y lo reventaran. Nosotros no. Nosotros simplemente lo rodeábamos de ese cordón sanitario normal, digamos. Natural. Lógico.
Yo no era peor que los demás. Tampoco mejor, y eso es lo que cuenta.
A veces me ponía a pensar cómo lo pasaría, o cómo sería su vida. A veces me dolía, o lo juzgaba injusto, pero mucho más fuerte era la necesidad imperiosa de jugar el supremo juego que tan bien jugábamos todos. A veces pensé en acercarme y charlar, pero hacían falta unos huevos que yo no tenía. Si fuera por los pensamientos nobles todos seríamos gente de pro, sin duda.
Hacer, no hice nada.
Las culpas no se lavan, Uno fue lo que fue y es lo que es. Lo que sí se puede es cambiar.
Si una cosa puedo rescatar de los tiempos que corren respecto de otros pasados es que la aceptación de la diferencia tiene una dimensión estrictamente ética – lejos de la multipelotudez – que es la única que me gusta. Es la única pero es fundamental. Hacer sufrir a otro, declararlo inferior, enfermo o inaceptable cuando ese otro no nos hizo nada es indudablemente la conducta de un cobarde o de un flagrante tarado, pero fue durante mucho tiempo la norma.
Las culpas no se lavan, decía. Pero se puede aprender. Es cierto que hoy es más fácil, y seguro que hoy no soy más valiente que ayer, pero sí un poco menos estúpido. Hace unas semanas se cumplió el primer aniversario de una boda que tuvo lugar el año pasado en un pueblito perdido de Catalunya. Un amigo mío que se casó con quien hoy es su compañero.
Adivinen quién firmó como testigo.