17.7.09

Malcolm X, la sirvientita y las elecciones.





Malcolm X

Con su voz ronca e irónica el inolvidable Malcolm X decía que no había "negros" sino dos clases de negros: el negro de casa y el negro de campo.

Los negros domésticos vivían en la casa del amo, vestían bastante bien, comían bien porque comían de su comida. las sobras que él dejaba. Vivían en el sótano o en el desván, pero vivían cerca del amo y querían al amo más de lo que el amo se quería a sí mismo. Daban la vida por salvar la casa del amo, y más prestos que el propio amo. Si el amo decía. "Buena casa la nuestra", el negro doméstico decía: "Sí, buena casa la nuestra". Cada vez que el amo decía "nosotros", él decía "nosotros". A sí puedes identificar al negro doméstico. Si la casa del amo se incendiaba, el negro doméstico luchaba con más denuedo que el propio amo por apagar el fuego. Si el amo se enfermaba, el negro doméstico le decía: "Qué pasa, amo? ¿Estamos enfermos?" ¡Estamos enfermos! Se identificaba con el amo más de lo que el propio amo se identificaba consigo mismo.

Al negro del campo lo apaleaban desde la mañana hasta la noche; vivía en una choza, en una casucha, usaba ropa vieja de desecho. Odiaba al amo. Digo que odiaba al amo. Era inteligente. El negro doméstico quería al amo. Pero aquél negro del campo, recuerden que era la mayoría, y odiaba al amo. Si ibas con el negro del campo y le decías: "Vamos a escaparnos, vámonos de aquí", el no preguntaba: "A dónde vamos?" sólo decía: "Cualquier lugar es mejor que este"


No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que no es el color de la piel lo que define estas conductas.

La sirvientita

La sirvientita de la casa rica está encantada de servir en la casa rica. Es verdad: lleva una existencia estrecha y minúscula, pero escapa de esa estrechez gracias a los portentos de la imaginación. Estar tan cerca del mármol de Carrara, pasar el plumero para descubrir el brillo impecable, regodearse la vista en la mansión; todo eso la hace soñar. Por un lado, también es verdad, mira furtiva y esquinada a la señora de la casa que apenas le da pelota mientras se hace servir el cafecito. Envidia no le falta a la sirvientita. Pero el hecho de llevar un uniforme tan coqueto y de moverse en medio de un lujo que no puede tocar pero que puede ver le hace pensar que esa casa es un poco de ella, aunque duerma en el altillo o la pensión. De vez en cuando liga algún regalito de segunda mano, un mp3 player que el nene ya no usa, ropa usada, bagatelas diversas. Mira con horror a los negros y a los marrones, que son tan negros y marrones como ella pero están sucios, no tienen esa posición que ella logró gracias a sus méritos.

Si se le preguntara a la sirvientita cuáles son esos méritos seguramente diría que ella es buena y no le da problemas a los patrones con un tono de cumplida satisfacción. Colocar a la sumisión en un alto pedestal, elevarla a la categoría de una dignidad es parte indispensable de todo sistema educativo para formar esclavos.

El patrón sabe de las fantasías de la sirvientita, y sabe que esas fantasías son su mejor triunfo a la hora de usarla para satisfacerse. El patrón es poderoso, anda en negocios y altos asuntos de los que ella –que es una cabeza hueca sin remedio– nada sabe. Ella sólo sueña con ir a Miami, con uno de esos viajes importantes a los que el patrón le promete vagamente llevarla un día de estos. Y el patrón es pesado. No vamos a describir aquí sus costumbres íntimas, descripción innecesaria y desagradable, pero la sirvientita tiene momentos de depresión, momentos en los que se siente ninguneada, usada, manoseada. Una rabia oscura que sólo puede apaciguarse cuando observa a los negros y a los marrones de afuera, cuando sueña inmediatamente –otra vez– con ese viaje sofisticado que el patrón le susurra cada vez que la necesita.

Todo esto se desenvuelve no sin sobresaltos. Un día el patrón se puso realmente violento, le hizo cosas espantosas, la violó de una forma obtusa. Es decir: haciéndole saber que la estaba violando, que era una mera cosa. Y esta vez la sirvientita armó un despelote: amenazó, gritó, chilló, lloró. Invocó derechos, se puso solemne, juró y rejuró que desde ese día las cosas iban a cambiar, que iba a hacer valer sus derechos. Acudieron a su boca palabras pomposas: su decencia, su honestidad, su dignidad, el debido respeto, bla bla. En un rapto de audacia llegó a decir que se juntaría con los negros y los marrones y asaltaría la casa y haría volar por los aires todo el orden establecido de una buena vez.

Pero el patrón volvió a hablarle con voz suave, le mostró la casa diciéndole que un día, si se esforzaba y lo complacía un poquito más, sería suya ¿Irse con los negros y los marrones? ¿De veras? ¿Y dejar todo esto, todos estos sueños, toda esta belleza?

El patrón habló y habló y habló. Envolviendo con dulzura las promesas, llamando a la racionalidad y el buen tono, no sin sutiles amenazas y con paternal suficiencia. Le habló de lo feo que es allá afuera y de lo lindo que es acá adentro. Le hizo un par de regalitos más ¿Hacer desaparecer esto? ¿Y qué vas a hacer vos, que no sabés nada? Aventuras de chiquilina, rabietas de inmadurez romántica, tonterías. Vamos, no llores más. ¡Ah! Y las ventanas, no te olvides de las ventanas.

Y así la sirvientita cabeza hueca volvió a soñar, y gracias a los sueños se fue conformando con cada vez menos, trabajando cada vez más, hasta que un día el patrón, aburrido, la violó, la maltrató, le escupió encima y le pegó una definitiva patada en el culo. Sola en la calle, y sin necesidad de la menor palabra, la sirvientita se dio cuenta por fin de quién era: estrictamente nadie.

Las elecciones

Y sí: la sirvientita es muy cabeza hueca. Diez años de menemato, degradación social espantosa, corralito... Y dale que vamos otra vez.

La próxima sesión de sexo violento va a ser jodida. Muy.