28.10.08

Hoy escuchamos... (II)

Escuchen esto:




¿Esto es jazz? La pregunta no busca enredarse en discusiones puristas sino que está más bien motivada por la curiosidad. El ritmo es el de un rock and roll, el piano hace unos crescendos (y descensos) cortados por unas suspensiones que preparan el ánimo para la próxima cabalgata. Y el resultado realmente se parece a un... himno, como indica el título de la canción. El juego del piano que se desentiende del ritmo a medida que la canción avanza sí es típico del jazz "blanco" (o "intelectual" o "de la costa Este"). Lo cierto es que me parece que Brad Mehldau y Dave Brubeck no andan tan lejos.

¿Y esto?



Aquí la percusión parece hacer exactamente lo que se le canta mientras el piano va ejecutando una melodía muy evocativa. Y de tanto en tanto la percusión desbocada y el piano coinciden, juegan, se persiguen, se dan la espalda y de nuevo cada uno en lo suyo. Aquí también pasea el jazz... A veces es hasta molesto, el cuerpo pide que se dejen de joder, pero al final la música no es otra cosa que un juego de tensiones y la manera de llevarlas hasta determinados límites, resolverlas por fin en el desplome del piano... aunque no: la maldita percusión sigue redoblando.

No es para oídos clásicos, es verdad; pero está bien lejos de ser un robo. Este tipo de búsquedas es la que a uno le hacen preguntarse a dónde carajo vamos.

Por último esto:



No me digan que no lo reconocen.

Estos tipos son The Bad Plus. Si le sgusta averígüense algo, en la red hay material. Creo que se merecen una compra. A mí me gustó mucho Suspicious Activity?, un CD con un booklet que es literalmente un delirio. Pero hay que escucharlo.

Buenas noches.

20.10.08

Molinetes (ejercicios de erotomarxismo)

El lugar es el frente de una planta industrial cerca de Barcelona. La entrada para autos no es muy amplia, hay una garita con un catalán verboso que como todos los ibéricos dice la misma frase unas quince veces y cuando agarra un tema no lo suelta hasta que no está agotado y moribundo.

Al costado de la garita hay unas vallas tubulares y unos molinetes, todo de acero inoxidable. Un español petiso y muy resuelto se acerca a la garita y conversa con el guarda. El peinado del petiso intenta una vaga trampa para ocultar la pelada, pero sin demasiado esmero. Lleva unos vaqueros y – cosa atroz pero frecuente entre los españoles – unos gastados zapatos de vestir. Se lo ve de buen ánimo. Charlan sobre cosas que no oigo, distraído como estoy esperando un taxi.

En eso estamos cuando se acerca una trabajadora de mantenimiento. Debe tener unos 35; alta, fuertona, con una cara redonda de muñeca brava, unos labios bien pintados y no muy discretos, el pelo teñido de rubio y peinado de peluquería con las laboriosas onditas que lo hacen volar al menor soplido. Nunca un uniforme celeste se pareció tanto a papel de regalo, envolviendo apretadamente una salud contra la que uno soñaría con estrellarse.

Viene con un paño en la mano blanca, cuidada pero nada lánguida: mejor que no te emboque. Mientras se pone a repasar los caños el petiso la mira, la saluda y enseguida ensaya algunas frases de doble sentido que aluden al eficaz vaivén de su tarea. Ella lo mira y uno se da cuenta enseguida de que si esta chica no es delegada sindical debería serlo. A ella no la vas a pasar; y no necesita ninguna de las baratijas morales que compra la pequeña burguesía. Ni la indignación femipléjica, ni la pose histérica, ni la gazmoñería, ni el exhibicionismo de garito; que al fin y al cabo valen todos más o menos lo mismo.

Ella no dice nada, pero sabe acusar recibo. Sin dejar de repasar el caño, sin avergonzarse ni provocar, solamente sosteniéndole de vez en cuando la mirada, con una seriedad que deja ver apenas en la comisura de la boca lo que podría ser un desafío juguetón. La compañera tiene clase, clase proletaria. Devuelve la pelota con elegancia y medida sin dejar ni un segundo de hacer su trabajo a conciencia ¿Por qué iba a detenerse o vacilar? Quizás es por eso que parece tan limpia.

El petiso también permanece a la altura, picante pero sin desbarrancar en la grosería salame. “Bueno, bueno… que lo hace muy bien ¿eh?”, e intenta subir la apuesta sin perder la línea. La compañera sabe que el petiso se juega, y le gusta. Ella juega también, pero para atender ese juego pone apenas lo justo: mira poco y casi ni sonríe, distrae medio segundo en un giro de cabeza y estira dos milímetros la comisura mientras no deja de hacer su trabajo. Hasta los detalles cuestionables (el peinado, el lápiz de labios, y otros préstamos de la sociedad de consumo) se vuelven encantadores.

Entre tarea y requiebros ha terminado de limpiar la valla y repasar todos los caños. Ahora se dirige a los molinetes, y como al parecer no tiene tarjeta para pasar tiene que sortearlos. Así que levanta ágil una pierna y describe un arco preciso que deja al petiso (y a mí, y seguramente al de la garita) suspendidos en una fracción de segundo deliciosa mientras la compañera nos mira muy serena, ya con un pie apoyado a cada lado del caño del molinete que sostiene con las manos. No puedo evitar la imagen de Gal Costa en un famoso cartel sosteniendo el micrófono de una manera francamente troublante. Por fin levanta la otra pierna para pasar; el movimiento es perfectamente natural y ajustado a la necesidad de sortear un prosaico molinete, pero lo acompaña con una mirada de amazona tan digna que parece haber montado y desmontado sobre Bucéfalo. Dan ganas de proponerle algo realmente perverso. Casamiento, por ejemplo.

El petiso exclama “Ooooohhhhhh!” con una “o” no tan redonda porque la verdad es que la boca se le va deshaciendo. La compañera lanza la última mirada, ya tras los molinetes, se da vuelta triunfante y comienza a irse. Seguramente ahora que no la vemos su sonrisa se ha hecho más franca, más amplia… Pero si se quiere ver esa sonrisa hay que ir a cazarla como a una mariposa gigante.

El taxi llega justo cuando sus caderas desaparecen tras la puerta. Me subo y miro como se aleja el escenario donde parece no haber pasado nada, pero siento que es en esa voluntad de placer donde se esconde el secreto de la resistencia.

10.10.08

Ingrid Betancourt y la amable miseria.

Todos sabemos que desde hace un tiempo tenemos algo de qué alegrarnos: ¡Ingrid Betancourt fue rescatada!

Ya pasado un poco el griterío es interesante analizar el caso: la estrategia comunicacional del sistema está realmente aceitada. Toda voz disonante ha sido cuidadosamente cubierta con interminables discursos en los que no faltó la palabra "paz", la palabra "terroristas", la palabra "esperanza" y otras elocuentes voces. Lo acertado de la estrategia se nota especialmente en el hecho de que el panegírico de la Betancourt tiene hasta un tufillo progre, pacifista, buenito. Ayuda indudablemente el hecho de que sea mujer para agregar más del heroico palabrerío al asunto.

No faltaron en Europa las escritorzuelas de drugstore, las voces autorizadas de la miseria cultural y la progresía diluída al infinito que destacaron el coraje y la entereza, a falta de sustantivos más originales.

Y con toda la operación mediática se logró el objetivo: con la liberación de Betancourt se acabaron los problemas de Colombia en lo que a derechos humanos se refiere. La única persona secuestrada en Colombia era Ingrid Betancourt (y por supuesto, quienes estén en manos de las FARC). En Colombia, como todos sabemos, no hay presos políticos, no hay torturados, no hay cárceles inmundas, no hay gente masacrada. Si había que preocuparse por alguien era por Ingrid Betancourt y quienes ella señale como compañeros de viaje. Por nadie más.

Primero se dijo que estaba enferma de pestíferas afecciones, en condiciones infrahumanas, que era brutalmente maltratada por los guerrilleros sin alma. Cosa curiosa porque en cuanto liberada la moribunda pudo inmediatamente encarar cualquier cantidad de giras internacionales, discursos, recepción de premios (como el Príncipe de Asturias), y cuanta opípara francachela le hubieron preparado los lacayos más distinguidos de la burguesía internacional a las que ella se encargó de asistir con una sonrisa lánguida y beatífica, cruzando los brazos sobre su pecho y olvidando cuidadosamente hacer ninguna mención al infierno que desata día tras día el gobierno que ella defiende y representa sobre las vidas (y las muertes) de miles de colombianos.

El nombre de Guillermo Rivera no ha sido pronunciado por nadie, ergo Guillermo Rivera no existe. Pero Guillermo Rivera tuvo una vida infinitamente más digna que la de la multimediática beata. Fue uno de los 2.300 sindicalistas asesinados en Colombia durante los últimos 20 años, y de los 40 asesinados este año, que no han salido en ningún canal de TV. Supongo que tendría una salud mucho más frágil que la de Betancourt, ya que ella resistió años y salió notablemente entera de las manos de la feroz guerrilla, mientras que bastaron pocos días de secuestro a manos de las democráticas fuerzas parapoliciales de Uribe para que el cuerpo de Rivera quedara notablemente destrozado en un basural.

Tampoco se conocerá el nombre de Luciano Romero, otro sindicalista torturado y muerto el 11 de septiembre de 2006. Es que claro, se trata de gente sin el menor glamour, personas que no tienen siquiera la delicadeza de ser ciudadanos franceses. Muertos hay muchos pero Ingrid Betancourt hay una sola.

Y si hay que agregar algo, agreguemos. Recordemos que la longilínea oligarca, hija de un ministro del feroz dictador Rojas Pinilla, fue rescatada de una manera que muestra a las claras el respeto que las FARC-EP mantienen por los derechos humanos y las leyes de una guerra limpia: el ejército burgués no tuvo mejor idea que disfrazarse de Cruz Roja, con el peligro que ello significa para la propia Cruz Roja y otras organizaciones que en el futuro deberán esperar ser recibidas a tiros. Me dirán que en la guerra todo vale, y responderé que seguramente sí. La pregunta es cuántas vidas se ponen en juego de esta manera, ya que cabe interrogarse seriamente del lado de las FARC-EP si convendrá en el futuro seguir recibiendo a la Cruz Roja y cooperantes internacionales, o advertirles seriamente que no lo hagan ya que es imposible distinguirlos del enemigo.

Es verdad que no hay que ser como el enemigo, pero también es verdad que la burguesía recurre a cualquier bajeza para lograr lo que quiere lograr, y hay que tenerlo en cuenta. El cuidado que han puesto las FARC-EP en preservar la vida y la salud de Betancourt (resulta gracioso que los ex secuestrados se quejen amargamente, pero no puedan negar el hecho de que la guerrilla, en medio de una lucha feroz, los trató de manera mucho más humana que lo que puede esperar un preso político o común en Colombia) no tiene el menor reflejo en la actuación del estado burgués, que masacra, tortura, y no duda en poner en peligro a organismos humanitarios para conseguir sus fines. Y sin tener el menor reflejo, ese cuidado no le ha ahorrado a las FARC el menor epíteto de parte de la prensa burguesa. No importa el cuidado que ponga la guerrilla, siempre será caracterizada como terrorista, infrahumana, y otras lindezas.

Así que me pregunto: ¿valió la pena la operación Betancourt? ¿Salvó la vida de alguno de los miles y miles que el estado colombiano masacra periódicamente? Si una crítica merecen las FARC en esto es por inconsistencia y por dejarse llevar al terreno de juego del enemigo.

Si se secuestra a alguien, entonces hay que estar dispuesto a obtener un resultado, y ese resultado debería ser salvar la vida de alguna persona valiosa en poder del enemigo. Inmediatamente luego del secuestro las FARC debieron ligar públicamente la suerte de Betancourt a la de alguno de los miles de secuestrados por el estado burgués asesino, con nombre y apellido, y utilizar todos los medios de difusión a su alcance para que se lo conozca. Eso hubiera sacado del anonimato a la persona en cuestión aprovechando el impacto mediático de Betancourt, convirtiéndola en alguien útil. Eso es contrapoder.

Pero la surupítica de marras puede ya entornar por enésima vez los ojos y vivir del cuento el resto de su vida. Tiene suerte de que hayan sido las FARC, y lo sabe muy bien. Pero nunca lo dirá. Se limitará a abrir la boca para recibir la cucharada de miel que periódicamente le suministrará la burguesía en pago a los servicios prestados. Y si nota un regusto a sangre podrá olvidarla aturdiéndose con las infinitas lisonjas.

O yendo a la iglesia, a practicar la sagrada gesticulación mientras otros siguen muriendo.