
El tono es el habitual que todos conocemos: prudente, algo dulzón, sin relieve ni profundidad alguna, pero lleno de dobleces y disimulos más que obvios.
Lo que asombra en mayor grado no es el documento en sí (no más que un compilado de lugares comunes en un remanido juego de equidistancias, deporte en el que la iglesia católica tiene varias medallas) sino el lugar de donde proviene. El verdadero mensaje de la iglesia es otro, más importante, que reza: "Nosotros juzgamos".
En efecto, estos señores se arrogan el derecho de juzgar como si la iglesia a la que pertenecen no tuviera ni hubiera tenido nada que ver con nuestro pasado y nuestro presente: la represión, la violencia, la injusticia y la miseria son hechos que no merecen la menor alusión autocrítica, mientras que un blando dedo admonitorio apunta a diestra y siniestra sin asomo de escrúpulos.
Especial mención merecen los peligros de "hacer una lectura parcial de nuestra historia" a los que alude el documento de marras. Incluso recomienda la aceptación y conocimiento de "toda la verdad".
Pues bien, ya que de "toda la verdad" se trata, recomiendo a cualquier interesado en la misma revisar la actuación del recientemente fallecido cardenal Aramburu (al cabo de una vida no precisamente decente) durante la dictadura del genocida Videla. Al parecer aquellas épocas eran de florecimiento económico para la clase trabajadora, y de respeto irrestricto por los derechos humanos, ya que la hoy preocupadísima CEA no se dignó siquiera recibir a las Madres de Plaza de Mayo.
Pero no debe pensarse que la iglesia quedó al margen. Nada de eso: existen numerosos documentos y declaraciones glorificando a la dictadura más sangrienta de nuestra historia. El Vicariato Castrense se despachaba por entonces en homilías como esta: "Los militares han sido purificados en el Jordan de la sangre para ponerse al frente del país". Sic, si hace falta. Y se podría abundar.
La iglesia católica tiene cada tanto estas "salidas de tono" cuya única virtud es mostrarnos su verdadero rostro. Cuando abandona el terreno de la mediocridad y los baratos lugares comunes de maestrita de barrio es para mostrarnos una cara mucho más peluda y desagradable: el miserable monseñor Plaza confesando torturadores, el zafio Quarracino proponiendo islas para los homosexuales, el troglodita Baseotto proponiendo tirar al mar a quien no se avenga a asumir su discursito, y - no olvidar a este - el fascista Bergoglio acusando a la "partidocracia" (el fascismo criollo no puede resistirse a utilizar sus palabrejas) de todos los males argentinos.
En síntesis: a estos señores la rectitud en materia de conducta les es totalmente desconocida fuera de proclamas que van siempre dirigidas hacia afuera, la mediocridad abismal de su discurso se desprende de la total incapacidad para ir hasta el fondo sin quedar en evidencia. Si la moral tiene un olor, el de la iglesia catolica argentina es el de perfume barato arrojado sobre un cadáver.